La monjita

Un periodista de visita en la India oyó hablar de la monjita y fue a buscarla para documentar su vida. Llegó al lugar y habló con mucha gente que la conocía, y luego escribió su historia: ella había nacido y pasado toda su vida en el mismo poblado pobre, cuidando enfermos, alimentando a los necesitados, defendiendo a los débiles y enfrentando a los abusadores. El artículo del periodista hizo que la fama de la monjita trascendiera fronteras, lo cual le valió a ésta una nominación a un reconocimiento internacional, y que a su vez significaría más recursos para su poblado. Los organizadores del evento fueron a buscarla y le entregaron documentación con la cual viajar a otro país para recibir su premio, y con la documentación una tarjeta con la dirección del hotel donde tenía reservada su habitación.

Primera vez fuera de aquel pueblo, la monjita vio todo un mundo nuevo; estaba fascinada: subió a un avión por primera vez hacia un país que jamás había oído nombrar, pero donde la esperaban.

Al arribar y salir del aeropuerto subió a un taxi y mostró al conductor la tarjeta con el nombre del hotel; llegó al hotel y enseñó al gerente la misma, éste le sonrió emocionado, le dió una llave y le indicó «primer piso por esa escalera, a la derecha». La monjita devolvió la sonrisa, tomó la llave y subió… pero no era la llave de la habitación reservada para ella, sino de la habitación de enfrente, que estaba ocupada por una pareja de sadomasoquistas, y cuando la monjita llegó estaban en plena celebración.

Ella no lo sabía. Y buscó el número de habitación que marcaba la llave. Y abrió la puerta. Y entró. Y oyó gemidos que provenían del dormitorio.

Vió a una mujer semidesnuda, amordazada, encadenada y gimiendo a cada latigazo; vió a un hombre sonriendo mientras castigaba a la mujer; entonces la monjita intervino: tomó una silla y desmayó a aquel bárbaro con un certero golpe; luego liberó de las cadenas a la mujer… que cuando estuvo libre le dió a la monjita una paliza de antología y la arrojó fuera de la habitación con más golpes y furiosos gritos que, aunque en un idioma desconocido, no cabía duda que eran insultos y amenazas.

Mientras la atendían en primeros auxilios, luego de cavilar acerca de lo sucedido, la monjita dijo para sí misma: –«Hoy aprendí algo valioso: quien gime pero no quiere ayuda, en realidad está disfrutando y no debo meterme».

Desnúdate

Leí una vez que la ropa fue inventada por el primer feo, pues hasta entonces los bellos vivían desnudos y felices. Y con la ropa llegaron las modas, las diferencias sociales, los dominantes y los dominados y por tanto la discriminación entre mejores y peores, superiores e inferiores, buenos y malos. Y ya no hubo bellos felices.

Mi compulsiva necesidad de analizar todo me sumergió inmediatamente en profundas cavilaciones: ¿Quién le dijo que era el primer feo? ¿Qué autoridad estableció un catálogo tan penoso?

No haré una apología de la igualdad, pues nadie es igual a nadie y es gracias a esa desigualdad que somos únicos, bellas joyas únicas. Si el primer feo se sintió así – feo e infeliz – fue por temor a opiniones ajenas que seguramente jamás oyó, pues los bellos y felices ven belleza donde quiera que miren.

«La belleza debe encajar dentro de ciertos parámetros , o no será belleza» -debe haber pensado.

El hecho de ser únicos implica que tengamos preferencias únicas; eso no nos hace mejores ni peores, simplemente confirma que somos distintos al resto (y el resto es un montón de distintos entre sí); concordamos con algunos y diferimos con muchos, pero ser minoría no significa ser inferior. Si así fuese, aquellos que veneramos como líderes son inferiores.

¿Por qué nos vestimos? Podemos racionalizar una respuesta diciendo «para protegernos del sol, del viento, del frío, de la tierra, de las hormigas…»

Y sí… pero no.

Nos vestimos para demostrar que pertenecemos a cierta casta, que encajamos en cierta clase; nos vestimos con opiniones ajenas; nos vestimos con prejuicios heredados acerca de ideales y antagonistas: los prejuicios o «previos juicios» en realidad son condenas decretadas hace siglos y que aceptamos como verdades sin siquiera conocer sus argumentos (de haber crecido oyendo que Satanás sanaba enfermos y Jesús devoraba niños, juraríamos nuestro amor en nombre del infierno y temeríamos ir al paraíso). Nos vestimos con miedos y valores impuestos, mostrando virtudes y ocultando defectos que tampoco son nuestros… porque no existen virtudes ni defectos, sólo particularidades. Pero como estaban ahí para usar, los usamos por simple tradición: «esto se usa en Europa».

En pocas palabras: «si eres malito vendrá el hombre de la bolsa y te comerá, pero si eres buenito Supermán te protegerá. Y cuidado: los dos ven lo que piensas».

Por eso es tan difícil ser felices: hemos aceptado que nadie es perfecto, entonces nunca estaremos conformes.

Desnúdate: nada hay que demostrar; nada hay que ocultar. Eres perfecto así como eres. Enamórate de ti: tu perfecta belleza ilumina el Universo.