Oda a Thanatos

Maravilla comprobar que tememos a la única seguridad que existe: nuestra cita con La Muerte. Tal es el temor que hemos desarrollado infinitos subterfugios intentando escapar a la idea de su encuentro; muchos ni siquiera disfrtutan de La Vida desesperando con devoción a alguien que les ahorraría el «desagradable» encuentro (asegurar que lo desconocido es desagradable es síntoma indiscutible de un terror visceral).

He dedicado a La Muerte muchos ejercicios de abstracción intelectual, probablemente por ese mismo temor. El caso es que soy un curioso compulsivo y todo lo desconocido me atrae como la candela atrae a las polillas. Sí, corro y seguiré corriendo el riesgo de quemarme, pero… ¿Qué sentido tendría vivir si no es para coquetear con quien nos dará el último beso? Lo peor que podría suceder es quemarme hasta el hueso y seguir vivo… en cuyo caso La Muerte sería mi mejor amiga.

Tememos a La Muerte porque somos haraganes para pensar. A poco de hacerlo, descubriremos que es Ella en perfecta armonía con La Vida quien nos otorga los mejores momentos.

Al alimentarnos, por ejemplo, nos servimos de la muerte de otros seres; aún si nuestra dieta es estrictamente vegana, estamos comiéndonos seres vivos. Comemos un delicioso helado de pistacho y sambayón – o vainilla y chocolate – y quedamos satisfechos, sonrientes. El helado ya no existe en el mundo material; forma parte de nuestro organismo, aunque no volvamos a verlo ni sentirlo en nuestros labios nunca más. Pero jamás lloraremos su pérdida: durante un tiempo nos quedará la satisfacción, su sabor en la boca y, si era de los buenos, su recuerdo nos acompañará siempre.

Las zonas de nuestra piel expuestas a un contacto más agresivo con el exterior, se cubren de millones de células muertas para protegernos. Otra vez, la vida se sirve de la muerte.

Los momentos sublimes son obra de La Muerte, y el encuentro sexual es todo un proceso vital en si mismo: nos vemos con el otro, entre ambos engendramos un deseo y el placer se manifiesta plenamente vivo. Ese placer crece, madura hasta un punto en que ya no es posible más sensibilidad… y llega el orgasmo que nos roba la voluntad y el control. Nos sumergirnos. El placer muere en el éxtasis, queremos quedarnos inmóviles y sólo gozar la sensación. Resucitaremos a los pocos minutos algunas veces; otras veces pasarán días antes de reencarnar.

No temo a lo desconocido: cada bocanada de aire que aspiro viene de un Universo distinto al de la bocananda anterior. Morir es apenas la pausa entre bocanadas, es la satisfacción, es el objetivo de La Vida.

Consciencia y evolución

Algunas personas sostienen que «la humanidad está cada vez peor: guerras, crímenes, injusticias… cuando va a parar todo esto».

Algunas otras creen que antes de hacernos trizas aparecerá un salvador que mágicamente enviará a la tortura a los malos y rescatará a los justos, instaurando un gobierno de paz eterna donde las ex-víctimas serán felices glorificando para siempre la bondad de su líder. Personalmente, considero que cualquier situación que dure una eternidad, por muy linda que sea, acabará siendo un infierno. Quizá por ello tampoco me siento bien en el rol de víctima…

La humanidad no está peor de lo que haya estado jamás; no hay, en proporción, más malos que buenos. Eso debería ser un alivio.

El ser humano es naturalmente perverso, oportunista, destructivo; prueba de ello tenemos en la misma historia humana: las cruzadas, las conquistas, el «descubrimiento» de nuevas tierras y cada conflicto bélico nos habla de la barbarie sin excusa que la naturaleza humana expresa. Ninguno de esos eventos aportó beneficios a los invadidos, sólo a los invasores. Claro, quien queda en pie luego tergiversa de modo admirable las razones y los hechos, convenciendo a las generaciones posteriores de los sobrevivientes que el criminal es en realidad su mejor amigo.

Pero no es mi razón hablar de la maldad inherente a la especie, sino de la posibilidad de modificar la forma en que nos relacionamos. Ello sólo es posible evolucionando y conviertiéndonos en el milagro. Créanme: nadie vendrá a salvarnos de la destrucción. Debemos asumir nuestra responsabilidad en el proceso de cambio, debemos ser protagonistas del cambio. Cuando entendamos que nuestros hijos no hacen lo que decimos sino lo lo que nos ven hacer, dejaremos de simplemente opinar y empezaremos a actuar.

La evolución es cuestión de consciencia; el respeto y la empatía no pueden ser enseñados, no son productos de la educación filosófica o la formación religiosa, aunque estas puedan aportar algo. Tampoco es un don divino, una virtud que nos fuera obsequiada por un poder superior: evolucionar es una decisión individual y voluntaria. Y es imprescindible que cada uno de nosotros sea el ejemplo vivo.

Debemos dejar el rol de «manual moralista de instrucciones» tras el cual nos escondemos, y asumir el rol de maestros de nosotros mismos. Fue lo que el hijo del carpintero hizo: mostrar como se hace. Y luego agregó: «tú harás cosas más grandes que estas»