Ni una más

Las mujeres merecen respeto por el simple hecho de existir.

Reclaman respeto, pero no se respetan.

No se respetan cuando siguen aceptando la idea de un dios macho creando a la mujer de una costilla masculina.

No se respetan cuando desean dar hijos varones a sus maridos, cuando diferencian las obligaciones y derechos de sus hijos según su sexo.

No se respetan cuando siguen repitiendo que hubo una caza de brujas. Durante la inquisición no fue «cazada» ni una sola bruja: fueron perseguidas, torturadas y asesinadas metódicamente miles de mujeres sólo por actuar como mujeres, por la misma ideología que impuso la idea de un perfecto dios padre soltero, con un hijo también soltero nacido de una virgen, porque andar con mujeres hubiese sido muestra de imperfección. Por lo tanto no se respetan al someterse voluntariamente, cómplices a la idea de una superioridad masculina.

No se respetan cuando dicen «mi cuerpa», demostrando que no conocen el idioma en que hablan.

No se respetan cuando toleran de su pareja actitudes degradantes, culpándose a si mismas por las agresiones recibidas. No se respetan cuando después del maltrato abren la puerta a otra oportunidad.

No se respetan cuando aceptan la violenta idea que deben demostrar que aman.

No se respetan cuando usan un léxico sexista y denigrante contra otras mujeres.

Mujeres, por favor: ni una más.

Ni una más actuando como cerdos, defecando en la vía pública a modo de protesta. Ni una más actuando como macho, criticando a otra mujer por su apariencia o conducta. Ni una más actuando como masa sin cerebro.

Respétense, por favor. Sean mujeres sabias, libres, justas, poderosas, fecundas, gobernantes, amorosas, femeninas, seductoras, seguras de si mismas, a imagen y semejanza por una Divinidad Madre creadora de todo lo que existe.

Es imprescindible para cambiar este mundo macho, violento sexista e injusto.

La amenaza de la Libertad – parte 1

¿Cuál crees que es el bien más preciado para el ser humano? A poco de pensarlo, seguramente estarás de acuerdo que es ‘la libertad de ser uno mismo’: poder expresar quienes somos sin temor ni necesidad de máscaras ni disfraces. La mayoría estará de acuerdo: la libertad es el mayor bien al que podemos aspirar.
Irónicamente, las personas permanecemos toda la vida en las jaulas en las que nacimos, asegurando que son la única realidad posible o la realidad correcta: barrotes hechos con rígidos preceptos éticos, un piso fabricado que nos mantiene «con los pies en la tierra» a salvo de las opiniones de los otros enjaulados y una puerta custodiada por espectros que imponen reglas para, según ellos, salvarnos de las fauces de un monstruo que devorará a los incautos.
A lo largo de la historia han existido individuos que vivieron fuera de las jaulas; dedicaron sus vidas a enseñar a volar, diciendo que todos tenemos alas aunque no las usemos. Enseñaron que la falta de uso no las atrofia ni hace desaparecer, y que basta el deseo de volar para que éstas empiecen a fortalecerse.
Uno de ellos fue asesinado por los espectros en complicidad con varios vendedores de jaulas.
He aquí la paradoja; esa misma mayoría que «ama la libertad» teme a los que practican la libertad y no duda al momento de exigir la crucifixión del rebelde. «La libertad sin reglas éticas y morales bien definidas, es libertinaje» es lo mismo que «vuela cuanto quieras pero sin salir de la jaula». Esa misma mayoría lo matará.
De no matarlo literalmente, lo castigarán insultando su conducta y condenando su alegría, la cual no condice con lo «normal y aceptable»; el rebelde tiene derecho a ser rebelde, pero dentro de la jaula.

Seguiré profundizando este tema en próximas entregas.

Agradecido, feliz, rico.

Un día decidí dedicar mi vida a enamorarme y enamorar.

Conozco el dolor físico. Durante 40 años tuve litiasis renal; quienes han orinado piedritas saben de qué hablo. He tenido algunos accidentes de los que salí con huesos rotos; en el último de ellos – hace justo un año – acabé con tres vértebras lumbares rotas y una mano aplastada, con secuela de síndrome de Sudeck (dolor permanente en las zonas lesionadas: los nervios afectados no reconocen la recuperación y siguen gritándole al cerebro que hay huesos rotos). Para completar la diversión, la única medicación que me quita el dolor durante unas pocas horas me deja aturdido dos días completos. Así, mis opciones son: zombie dolorido, o despierto y dolorido. Decisión final y consecuente realidad: sin drogas.

Pero no todo es desventajas: obligado a estar presente – cuesta evadirse con algo así trayendo la atención al cuerpo una y otra vez – descubrí mi baja tolerancia a tratar con las inseguridades ajenas y a los límites estúpidos que aceptamos como leyes inviolables de conducta; me fui dando cuenta del tiempo precioso que uno pierde buscando encajar en las expectativas de otros, de la energía que gastamos intentando demostrar que somos correctos. Tomé consciencia de los momentos maravillosos que perdí siendo «políticamente correcto»; de las oportunidades de besar y «putear» (en el Río de la Plata, insultar, mandar al infierno a alguien) que dejé pasar; de la atención que robé a quienes amo porque la desperdicié tratando de agradar a gente desagradable.

Un día decidí que sólo me dedicaría a enamorarme y enamorar. Enamorándome de mí enamoré a otros; enamorándome de otros me enamoro más de mí. No pierdo oportunidad de decirlo: «enamórate de ti».

Ayer en la tarde preprarábamos una merienda con Dharma, mi hija menor. Ella – de 14 años – llevaba buen rato abstraída en sus pensamientos; yo, en los míos. De pronto la miro y noto su nariz y ojitos rojos, entonces le pregunto:

– “¿Todo bien, amor?”

– “Sí, todo bien” – responde visiblemente conmovida. Insisto:

– “¿Segura?”

– “Sí, segura”

La observo, respetando su espacio. Pasan unos minutos, se levanta de su asiento, viene hacia mí con sus brazos abiertos, se sienta en mis piernas, me abraza y comienza a llorar. La abrazo en silencio; espero.

Pasan los minutos y su llanto sigue sin pausa. No había angustia, era un llanto abundante pero sereno, podría decir que amable. Así estuvo, cuando menos, 20 minutos. De pronto, en medio de su llanto la oigo reír, también serenamente. Me sorprendió aquello y pregunté:

– “¿Estás riendo?”

– “Jeje! Sí”

“Ok. Ok. Ya que no me contaste la pena, contame el chiste” – pedí.

“No hay pena” – dijo riendo entre sollozos, – “Me di cuenta que me amo

– “No entendí bien” – dije. Ella prosiguió:

– “Que me di cuenta que me amo, me gusto como soy: amo ser quien soy, con mis olores, mis arruguitas de adolescente; me gusta mi pancita, amo mi pelo, mis ojos mis labios. Me gusto. No necesito la aprobación de nadie para ser feliz. Si quiero llorar lloro, si quiero reír, río; nadie decide como me siento.”

Gracias papá: lo aprendí contigo”.

Este es el más maravilloso regalo que mis decisiones me han dado.