Agradecido, feliz, rico.

Un día decidí dedicar mi vida a enamorarme y enamorar.

Conozco el dolor físico. Durante 40 años tuve litiasis renal; quienes han orinado piedritas saben de qué hablo. He tenido algunos accidentes de los que salí con huesos rotos; en el último de ellos – hace justo un año – acabé con tres vértebras lumbares rotas y una mano aplastada, con secuela de síndrome de Sudeck (dolor permanente en las zonas lesionadas: los nervios afectados no reconocen la recuperación y siguen gritándole al cerebro que hay huesos rotos). Para completar la diversión, la única medicación que me quita el dolor durante unas pocas horas me deja aturdido dos días completos. Así, mis opciones son: zombie dolorido, o despierto y dolorido. Decisión final y consecuente realidad: sin drogas.

Pero no todo es desventajas: obligado a estar presente – cuesta evadirse con algo así trayendo la atención al cuerpo una y otra vez – descubrí mi baja tolerancia a tratar con las inseguridades ajenas y a los límites estúpidos que aceptamos como leyes inviolables de conducta; me fui dando cuenta del tiempo precioso que uno pierde buscando encajar en las expectativas de otros, de la energía que gastamos intentando demostrar que somos correctos. Tomé consciencia de los momentos maravillosos que perdí siendo «políticamente correcto»; de las oportunidades de besar y «putear» (en el Río de la Plata, insultar, mandar al infierno a alguien) que dejé pasar; de la atención que robé a quienes amo porque la desperdicié tratando de agradar a gente desagradable.

Un día decidí que sólo me dedicaría a enamorarme y enamorar. Enamorándome de mí enamoré a otros; enamorándome de otros me enamoro más de mí. No pierdo oportunidad de decirlo: «enamórate de ti».

Ayer en la tarde preprarábamos una merienda con Dharma, mi hija menor. Ella – de 14 años – llevaba buen rato abstraída en sus pensamientos; yo, en los míos. De pronto la miro y noto su nariz y ojitos rojos, entonces le pregunto:

– “¿Todo bien, amor?”

– “Sí, todo bien” – responde visiblemente conmovida. Insisto:

– “¿Segura?”

– “Sí, segura”

La observo, respetando su espacio. Pasan unos minutos, se levanta de su asiento, viene hacia mí con sus brazos abiertos, se sienta en mis piernas, me abraza y comienza a llorar. La abrazo en silencio; espero.

Pasan los minutos y su llanto sigue sin pausa. No había angustia, era un llanto abundante pero sereno, podría decir que amable. Así estuvo, cuando menos, 20 minutos. De pronto, en medio de su llanto la oigo reír, también serenamente. Me sorprendió aquello y pregunté:

– “¿Estás riendo?”

– “Jeje! Sí”

“Ok. Ok. Ya que no me contaste la pena, contame el chiste” – pedí.

“No hay pena” – dijo riendo entre sollozos, – “Me di cuenta que me amo

– “No entendí bien” – dije. Ella prosiguió:

– “Que me di cuenta que me amo, me gusto como soy: amo ser quien soy, con mis olores, mis arruguitas de adolescente; me gusta mi pancita, amo mi pelo, mis ojos mis labios. Me gusto. No necesito la aprobación de nadie para ser feliz. Si quiero llorar lloro, si quiero reír, río; nadie decide como me siento.”

Gracias papá: lo aprendí contigo”.

Este es el más maravilloso regalo que mis decisiones me han dado.

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