Un tiempo nuevo

El ángel estudió los sistemas del universo que había conocido: analizó cada astro, cada cometa, cada cúmulo; luego se marchó.

Ya lejos de los dominios del tiempo y el espacio se dispuso a comenzar su obra. Afuera (si puede llamarse «afuera» donde no existe espacio) tomó un puñado de nada y lo oprimió hasta hacerlo desaparecer en una brillante explosión. Las ondas de luz empujaron lejos las paredes del vacío, dando forma a un nuevo lugar. De los torbellinos de luz apartó algunos huracanes hasta que nacieron galaxias; hizo explotar galaxias y las concentró hasta formar estrellas; enfrió estrellas hasta formar planetas, o las exprimió hasta provocar singularidades; adornó con púlsares el borde de este universo personal, delimitando su pequeña creación. Más acá de eso,  preparó unos pocos cientos de miles de planetas que más tarde serían habitados.

Su falta de práctica le llevó a hacer, deshacer y rehacer, ir y venir repasando todo para no olvidar, apagando y encendiendo soles una y otra vez, diez, cien, un millón de veces.

Al fin un día (pues donde se crea un espacio se ocupa un tiempo), al fin un día cada cosa estaba en su lugar, equilibrada y equitativamente; al fin un día – un buen día – el ángel vio, desde dentro, su propio universo: perfecto, solemne, infinito, curvo, mágico.

Entonces sopló sobre el eje de su creación; comenzaron a girar las galaxias y, con ellas, comenzó la danza de un tiempo nuevo.

 

(principio de causa y afecto – capítulo 2)

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