El ego: huyendo del campo de espinas

Tarde en la pĺaya. El lugar que elegimos fue una duna a 10 metros de la orilla. Nuestra hija Camila, de tres años en ese momento, corría desde donde estábamos hasta la orilla, se mojaba los pies y volvía corriendo a nosotros. De pronto una mujer cerca nuestro dijo: «Qué energía tiene! No ha parado desde que llegaron!». Ese comentario me llevó a tomar consciencia del evento: llevábamos más de tres horas allí y Camila no había parado en ningún momento aquella divertida carrera. Y de pronto me di cuenta que aquello era en extremo excepcional: un niño de tres años corriendo tiene aproximadamente la velocidad de un adulto caminando a buen paso, unos 6 km/hora. Camila llevaba corriendo tres horas y media por arena húmeda. En definitiva, 20 kilómetros de carrera, 10 de los cuales fueron duna arriba. ¿Cómo fue posible que una criatura de 3 años lograse aquello sin caer agotada? Se me ocurrieron tres razones: 1) se estaba divirtiendo; 2) nadie la obligaba a aquello; y 3) a los tres años se desconoce el concepto de imposible.

En esencia somos una estrella: brillantes, fecundos, poderosos, inextinguibles. Esa fuerza es la que traemos al llegar a la vida sobre la tierra; es de orden que «los niños tienen un dios aparte»: su energía es impresionante y son capaces de realizar cosas extremas. Con el correr de los años, la socialización y las experiencias van generando una capa densa y oscura sobre esa estrella original: la moral, las reglas de comportamiento, el protocolo social, los prejuicios, todo ello forma un campo de espinas que acaba escondiendo aquella esencia luminosa, ocultando nuestra identidad espiritual, haciéndonos olvidar quienes somos; lo imposible y la frustración toman cuenta de nuestras vidas.

Ese campo de espinas alimentado por la represión y la obligación de «ser alguien en la vida», nos lleva a cubrirlo con diversas banderas: elegimos un sistema de creencias y adoptamos principios que nos muestran «aceptables» ante otros con similares intereses; elegimos una profesión que nos haga notorios y nos provea un estilo de vida; formamos una familia a la cual transmitimos esos ideales como si fuesen lo único verdadero en el universo.

Pero un día sentimos la profunda tristeza que nos acompaña; un día despertamos y notamos que nuestros títulos, reconocimientos y posesiones son sólo una cáscara con la que intentamos ahogar el campo de espinas. Nos aturdimos con actividades sociales o religiosas, consumimos drogas legales y de las otras, pero nada hace desaparecer esa horrible sensación de «me falta algo esencial»; y las espinas se clavan en nuestro ser. Vivimos ese martirio permanente: cada cosa que nos define también nos oprime.

Hay dos opciones para liberarse del campo de espinas, y ambas implican morir: el suicidio literal o el suicidio ritual. El suicidio literal no necesita explicación.

El suicidio ritual implica un viaje hacia la esencia de nuestro ser; este viaje empieza con la pregunta «¿Quién soy más allá de los roles?». Para ello debemos ser despiadados al quitarnos las capas que cubren el campo de espinas: el profesional que soy es un rol, el padre que soy es un rol, el amigo que soy es un rol, el hermano, hijo, pareja y lo que sea que haga hacia el mundo son sólo roles, pero ninguno de esos roles soy yo. ¿Quién soy entonces? Para saberlo debo vaciarme de la importancia que doy a los roles, aceptar que son insignificantes (lo son: aunque intentamos borrar con ellos el campo de espinas, apenas lo disimulan). Esos roles, esas capas, esos disfraces son «el ego» tan nombrado y tantas veces mal entendido. Abandonar el ego no significa autosacrificio ni autonegación, sino «vuelve a tu esencia». Y sólo hay un modo de entender ese retorno a la esencia.

Mis padrinos dicen que el humano era feliz y pleno cuando formaba parte del círculo mágico del Universo. En su lugar en el círculo, el humano comprendía muy bien su esencia, la vivía: llamaba «hermano» al árbol, al oso, al lobo, al bisonte, al conejo; «Madre» era la Tierra, «Padre» el Sol y «Wakan Tanka» el espíritu generador y conector de todo. Cuando el humano creyó ser la creación suprema de Wakan Tanka, rompió el círculo para pararse en medio como «el elegido», entonces se construyó dos desgracias:

1 .- perdió el poder y protección que el círculo mágico le otorgaba; y

2 .- al inventarse un ego y limitarse a él – «soy esto, por tanto no soy aquello» – olvidó el enorme deleite que existe en «la libertad de no ser» y el respeto por si mismo.

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