La mesa culpable

Cuando era chico vivía a la vuelta de un hospital y casi a diario solía jugar en la plaza que hay frente a el mismo. Yo era flaquito, cabezón, silencioso y temerario, lo que me valió varias costuras en el cuero cabelludo e innúmeros chichones, cuyas cicatrices aún hoy adornan mi cráneo. Cada vez que me caía fuera de casa – si me caía en casa estaba mamá para atenderme – corría hasta la emergencia del hospital (tenía seis años o menos) y le decía a las enfermeras “avisale a mi mamá”; ellas ya sabían mi nombre, el de mi madre y dónde vivíamos, así de frecuentes eran mis roturas de crisma.

Recuerdo un día en que me di contra una esquina de la mesa grande de casa y me abrí la frente; al regresar de emergencias estaba una de mis tantas tías en una de sus tantas visitas para el té; ella me abrazó y con voz tierna y condescendiente preguntó:

“¿Quién te hizo eso, mi chiquito?”

“Me golpeé con esa punta de la mesa” – dije yo dolorido y medio aturdido aún.

Y lo que hizo mi tía a continuación me dejó más aturdido: empezó a golpear la mesa con la palma de la mano y a gritarle: “¡Mala la mesa! ¡Mala! ¡Mirá lo que le hiciste a mi niño!”. Luego le dio a mi madre varias razones por las cuales la mesa era un peligro: estaba mal ubicada allí, justo en el centro del patio, era muy baja (como toda mesa violenta, creo yo), tenía esas esquinas puntiagudas acechando en siniestro silencio a niños inocentes… Para mi tía estaba más que claro: la mesa era una amenaza y seguramente volvería a atacarme.

Entonces, con seis años (lo recuerdo bien porque después mi tío me llevó al estadio a ver el único clásico Nacional-Peñarol al que asistí, fue en Octubre de 1966 y terminaron 0-0), decía, con sólo seis años comprendí porqué la mayoría culpa a cualquiera de sus desgracias y jamás reconocen su responsabilidad en el suceso: desde muy pequeños nos dicen que somos víctimas en cada acontecimiento, que la culpa siempre la tiene otro. Así pasamos el resto de la vida, culpando a los demás aunque sean objetos inanimados: una mesa, una cama, una silla, una canción, un ramo de flores, un árbol circulando velozmente por la banquina, a contramano y sin luces. Todos excepto nosotros, pobres víctimas.

Cuando mis hijas han tenido accidentes similares – aunque por fortuna menos sangrientos – las atendí, traté de aliviar su dolor de la mejor manera y, siempre sonriendo, les dije más o menos esto: ¡Pero che! ¡Me vas a romper la mesa con ese cráneo tuyo! ¿Qué te hizo la mesa? ¡La próxima vez manejá más despacio!

De ese modo mis hijas saben desde pequeñas que son las únicas responsables de sus alegrías y pesares.

La caza del jabalí

Para un guerrero no existe manjar más preciado que el jabalí, por su abundante y sabrosa carne y por el reto que implica su caza. Los tigres – formidables depredadores – conocen la fiereza y peligrosidad de los jabalíes, por eso se miran con respeto cuando se cruzan, ambos manteniendo una segura distancia. Los guerreros en cambio buscan esta presa que pondrá a prueba todas sus aptitudes: propósito, observación, paciencia, sentido de la oportunidad, voluntad férrea, valor y control de la ansiedad.

Para cazar un jabalí, el guerrero busca señales de su presencia en el ambiente; una vez halladas las pruebas, elige un árbol desde el cual acechar la presa sin ser notado, donde pasará horas muy quieto observando la metódica rutina del animal; él sabe que el primer día su presa notará un olor nuevo y estará inquieto y alerta, por lo cual deberá mantenerse oculto un par de días, mimetizado con el entorno. Una vez cerciorarse que el jabalí actúa confiadamente, el cazador prepara la emboscada a ras de suelo, porque es prácticamente imposible cazarlo desde arriba: el jabalí tiene una cabeza enorme y dura, y no otorga puntos vulnerables en su lomo; la única oportunidad la dará frente a frente.

Decidido el momento, el guerrero se sitúa en su lugar de tiro antes del amanecer: una rodilla en tierra, el arco tenso, la flecha apuntando hacia el lugar donde horas más tarde el jabalí hará su aparición. Con el correr del tiempo se siente el cansancio en los músculos tensos, el sol quema, los insectos molestan, presas menores seducen el hambre convirtiéndose en verdaderas tentaciones… pero lo único que importa es el jabalí: ese es el propósito, el más sabroso manjar.

De pronto lo oye entre el follaje: el animal ya no teme a su presencia, su olor ya no le significa amenaza; paciencia…

Momentos más tarde, el jabalí aparece en el sendero frente al cazador, a no más de veinte metros; al fin se ven. Aquello totalmente inmóvil es ahora una amenaza para el animal, que ataca furioso al intruso. El valor, el sentido de la oportunidad y el control de la ansiedad significan la diferencia entre cazador y presa; la flecha debe partir en el momento exacto y con la fuerza justa para alcanzar el corazón del bello ejemplar y derribarlo; ya no hay hambre, ya no molestan las picaduras, ya nada más existe: es el momento en que el Universo se detiene y uno de los dos muere.

El guerrero danza junto al fuego, agradeciendo al Gran Espíritu la cena y consagrando al gran jabalí que, con la vida, le ha cedido su fuerza y su bravura.