Estás vivo ahora

Solemos vivir como espectadores, observando el espectáculo de la vida, aplaudiendo, llorando, anhelando participar.Nos decimos «que lindo sería si…», «me gustaría tanto que…», «si yo pudiera…», pero no lo hacemos pues fuimos creados para obedecer y servir, no para ser felices, por lo cual ir contra las expectativas de la mayoría es casi un suicidio de la imagen: ¿Qué van a pensar de nosotros? En lugar de educarnos para ser nos programaron para no ser: «no hagas eso, van a decir que…» «actúas como si fueras…», y peor aún: «No seas una vergüenza para la familia» y «¿Qué van a pensar de mí si tú actúas así? No te eduqué para que seas así.» Y cuando nos dicen que somos algo, generalmente no es algo muy grato. Han contaminado nuestra percepción de nosotros mismos al punto que nos vemos feos: nuestro cabello no es lindo como el del otro, nuestras manos feas, cantamos mal, olemos diferente, nuestra dentadura es cualquier cosa menos un modelo. Crecimos con la idea (ajena) de encajar en la familia, en la sociedad, en el mundo.

«No somos animales» se nos dijo a menudo. Y porque no somos animales, se nos ha tratado como plantas. Bastan algunos refranes: «árbol que crece torcido…», «de tal palo…», etc. Luego los piropos para ambos sexos: «fuerte como un roble», «un tipo de buena madera», «eres mi rosa, mi pimpollo, mi margarita», «mi frutilla del nordeste». Sin duda todo eso queda chic. En cambio nunca decimos «es un cerdo» para alabar a un tipo que se adapta a cualquier desafío, «es un gusano» quien ha logrado una transformación profunda, o «es un perro» refiriéndonos a un hombre leal; y ni que agregar que «eres mi yegua, mi perra o mi gata» queda feísimo, excepto para cachondísimo rey Salomón que dice a su amada «a las yeguas de los carros del Faraón te he comparado, ¡Oh! esposa, hermana mía», pero esa parte de la biblia no hay pastor que nos la recuerde. (Cantar de los Cantares, capítulo 1 versículo 9).

Se nos trata como plantas, podando nuestra espontaneidad «para que demos buenos frutos», porque eso se espera de la buena semilla; y, siguiendo con los conceptos bíblicos que fundan nuestra moral y ética, si no somos productivos seremos arrojados al fuego como ramas inútiles. Ser plantas es lo correcto: es preferible ser nabo que cerdo. Las pocas veces que la moral nos trata como animales, nos dice que somos ovejas. Y cuando intentamos destacar nos llaman ovejas descarriadas o «la oveja negra de la familia», pero ovejas al fin: integradas al montón, parecidas al resto, siguiendo el ruido de la campanita hasta el matadero. Incluso ser un carnero tiene mala reputación: un ser de carácter que intenta liderar es un ser despreciable.

Somos animales. Animales intelectuales sí, pero animales. Y como tales podemos tomar la dirección que queramos, porque tenemos más de lobos que de ovejas. Por eso nuestro cabello es diferente, un pelo apto para la intemperie en lugar de productiva lana; tenemos patas grandes para correr sin enterrarnos en la nieve en lugar de pezuñas para escarbar pastitos secos; no cantamos mal, pero un gruñir no es balar; nuestra dentadura poderosa y desigual está hecha para quebrar, desgarrar y morder, por eso nunca se parecerá a los parejitos dientes de las ovejitas que solo pueden comer pasto. Por eso nuestra autoestima suele no ser adecuada: fuimos criados por ovejas que quieren que seamos y nos comportemos como ovejas, jamás nos dijeron que somos lobos. Por eso no encajamos.

Este texto será leído por ambas especies, ovinos y lupinos; a unos va a desagradar abiertamente, a otros causará cierto cosquilleo…

A ambas especies una aclaración: yo no enseño religión, enseño rebelión. Yo no pastoreo ovejas: yo despierto y entreno lobos, que suelen comen ovejas.

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